Els traficants / Los traficantes han arribat!

Els traficants / Los traficantes estan a punt d’arribar a les vostres mans. Després de l’aventura d’en Gilliam Bentham a Els ploramiques / Los lloricas i gràcies a la vostra resposta sempre positiva he seguit imaginant històries. Bé, és de la mà d’un somni d’estiu que arriben na Dora, en Hans i la reina (que podeu veure en la il·lustració d’aquí abaix en un dibuix de la Beatriz Caetano, que omplirà la portada d’aquest nou llibre). La tripulació del Stratos us portarà de viatge cap a un món post-apocalíptic en què els animals han justícia i han acabat amb la civilització humana.

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Els rumors diuen que Els traficants també mengen carn humana. Res més lluny de la realitat. Tot i això, na Dora voldrà explorar amb aquesta possibilitat, sobre les seves conseqüències a nivell ètic gràcies a la radionovel·la ‘Carne con carne’, que radiarà per a un públic inexistent… o potser no. L’aparició del canibalisme en una comunitat idíl·lica sacsenjarà el poble del petit Soleran, que només pensa en el seu amor cap a na Melitta (potser endevineu qui homenatja aquest personatge…)

Bé, per tal que en feu un tast, us deixo amb els dos primers capítols del llibre (en castellà). Us recomano copiar-los i editar-los en local a la mida de lletra que desitjeu.

I si en voleu més, només l’heu de reservar a Verkami. El mes de desembre el tindreu amb vosaltres. Penseu-hi, pot ser un bon regal per aquest nadal.

Bona lectura!

1. Los peones son cruciales

Tachó una tarea de la lista que llevaba en el bolsillo de la camisa, y agregó un asterisco al margen. Insignificante para los demás, pero trascendental para ella, ese pequeño gesto marcaba, por fin, un punto de inflexión y el escalofrío que recorrió su cuerpo lo confirmaba. Estaba decidida y nada le iba a detener. Se acercó a Hans y, con gesto cotidiano, le invitó a jugar una partida esa misma noche. Él asintió, fingiendo normalidad, aunque sabía que no iba a ser una sesión más de chismorreos.

Alargaron la sobremesa de la cena el tiempo acostumbrado, intercambiando conocimientos y explicándose historias. Pasado largo rato la conversación se agotó y entonces Dora le recordó a Hans la partida que tenían pendiente. La indiferencia fue general con una sola excepción: el camarote de Fereth era contiguo al de Hans y siempre le extrañó que no mantuvieran completo silencio como era de esperar en un juego de estrategia. No llegaba a entender las conversaciones de los ‘deportistas’, como solía llamarles, pero tampoco le inquietaban; Dora y Hans eran de fiar.

Al tiempo que él sacaba el tablero, Dora le mostró la lista. “Te quedan dos”, comentó Hans, nervioso y consciente de que las tareas pendientes apenas revestían importancia. Como le había comentado en innumerables ocasiones, no podía dominar el tablero ella sola. El nivel de confidencia que habían alcanzado era altísimo y utilizaban las partidas de ajedrez para hablar de la embarcación y su tripulación en la clandestinidad de la metáfora: el tablero simbolizaba la nave y las figuras representaban a sus compañeros.

Dora estaba planeando hacerse con el control de la situación, estaba cansada de los caprichos de el niño; hasta ahora había acertado pero, si seguían a sus órdenes, tarde o temprano cometerían un error fatal. Las elecciones del joven capitán se basaban en ‘un viejo me ha dicho’, ‘tenemos suficiente combustible para permitirnos una aventura’, ‘tengo mejor intuición que todos vosotros juntos’. Eran siempre dictados insuficientes y en ocasiones temerarios. Esta vez necesitaban metralina y su destino era inevitable. En la franja occidental del mediterráneo se aprovisionarían del combustible y luego seguirían navegando los mares sin rumbo fijo, en busca de supervivientes con posibilidades de adquirir carne o pescado a cambio de materia prima, combustible o nuevas incorporaciones.

Las vísperas las amenizaban con el estudio de las más diversas disciplinas que, por necesidad, ejercitaban con frecuencia, o con distracciones a las que buscaban alguna utilidad. Dora y Hans gustaban practicar la estrategia y el pensamiento castrense con sus largas partidas de ajedrez:

  • Voy a matar a tu rey -se apresuró Dora.

  • Si matas al rey se acaba la partida -sentenció Hans- y, en cualquier caso, te será imposible encontrarle un flanco débil. Tiene a la reina y a toda la corte protegiéndole.

  • Los peones, Hans, los peones son cruciales, las piezas más importantes del tablero; sin ellos el rey no es nada.

  • ¿Los peones? -frunció el entrecejo intrigado.

  • Sí, los peones. Verás, las otras figuras tienen habilidades especiales pero, al fin y al cabo, los peones ejercen de muro de contención. Si los peones se despistan: jaque y, después, mate.

  • No te entiendo, Dora.

  • Fácil, presumimos que los peones son leales al rey pero, ¿y si no fuera así? O, de otro modo ¿qué pasaría si se despistaran ‘por accidente’? El rey no puede valerse por sí mismo en cualquier circunstancia, como bien sabes.

 El plan para abastecerse del material todavía no había sido trazado, sólo algunos de los aspectos generales. Un primer equipo se acercaría a la central de tratamiento de metralina mientras el otro, más numeroso, se dirigiría hacia la reserva, que se encontraba junto a la mina, donde entregarían la carne en pago por la materia prima necesaria para generar combustible.

 Dora pretendía aprovechar la expedición para acabar con el niño abandonándolo a su suerte en campo abierto mientras se dirigían a la mina, que estaba apartada de la central, o deshacerse de él con alguna argucia. La ejecución del plan era sumamente complicada. Para empezar, era preciso separar al rey de la reina y eso resultaría, además de imposible, sospechoso. Después había que dejarle en peligro y, en último lugar, era necesario fingir que todo había sido un accidente ante el resto de una tripulación sabedora del desprecio que Dora sentía hacia el joven jerarca.

Hans negó con la cabeza a Dora y realizó un movimiento más. El resto de la sesión fue una partida por turnos: él se limitó a enumerar -y ella a negar- los inconvenientes del plan que, en su gran mayoría, basculaban sobre el dominio del Stratos, bautizado así porque más que un sofisticado buque de guerra parecía un ejército entero. La embarcación había sido heredada por el padre de el niño. El pequeño dedicó sus primeros dieciséis años de vida a aprender su funcionamiento y mecánica; por suerte, la instrucción terminó antes de morir el padre pero, para entonces, el adolescente ya había quedado huérfano de toda capacidad de interacción con el resto de la humanidad: se había convertido en una persona carente de empatía, dominada por la soberbia y dirigido únicamente por sus deseos inmediatos.

Nadie más parecía conocer todos los secretos de la nao, hasta que llegó ese día, en el que Dora había completado el estudio teórico y práctico de la embarcación, con pequeñas excepciones relativas a algunos sistemas auxiliares, que no tenían ninguna incidencia en la navegación o el funcionamiento del resto de utilidades de la nave. La coronación del periodo de aprendizaje estaba ya marcada en su cuaderno: había completado el conocimiento técnico sobre el funcionamiento de los sistemas, que había singularizado tachando el listado; los asteriscos indicaban la existencia de piezas de recambio suficientes para afrontar cualquier incidencia y se había procurado matrices de los elementos más singulares. Ya había reparado la totalidad de los sistemas, los había montado y desmontado, había repuesto la mayoría de los componentes y tenía todos los moldes bien clasificados. Largos años de trabajo habían dado su fruto.

Las objeciones de Hans se agotaron en un par de horas y los jugadores se despidieron sin excesivo acuerdo.

Cuando Dora llegó al camarote no tenía sueño y quería festejar la finalización de sus estudios. El conocimiento de la embarcación le había llevado a descubrir todos los dispositivos que incorporaba el buque y entre ellos encontró un emisor de radio. Pensaba darle uso, incluso cuando creía que sus emisiones se desvanecerían en el éter sin más repercusiones. Deseaba escribir y hablar sobre Los traficantes y su relación con ese nuevo mundo que había quedado tras el desastre. Así era cómo la gente apodaba a la tripulación del Stratos, cuya fama se encontraba envuelta en un áurea de misterio acerca de las mercancías con las que comerciaban y la naturaleza de la carne que llevaban consigo.

Los habitantes de tan singular pueblo flotante se consideraban los náufragos de la humanidad. Dora deseaba fantasear y retarse a sí misma acerca de los rumores que corrían sobre ellos y tejerlos con sus propias fantasías, suspicacias e interrogantes acerca del destino que esperaba a la humanidad.

 Eran conocidos como Los traficantes porque tras el estallido los animales se desbocaron y la última decisión de las autoridades fue prohibir el consumo de productos de origen animal, convirtiendo el negocio de la carne y el pescado en actividades ilícitas. Ese mundo de prohibiciones y libertades, sin embargo, había dado paso a la escasez, la ausencia de instituciones, el miedo al futuro y la soledad de una especie humana diezmada, acechada por los animales. El resto de las especies se volvieron agresivas para con los humanos y adoptaron un comportamiento gregario: acabaron de un plumazo con la civilización. Atacaban en todo momento, de todas las maneras imaginables y siempre en comandita, volviéndose inexpugnables, para después repartirse como buenos hermanos los pedazos de sus víctimas que, en un principio, eran abundantes.

Los pocos núcleos de población que consiguieron sobrevivir y reproducirse debieron amoldarse al consumo de vegetales por cultivo mecanizado, rehuyendo en la medida de lo posible la exposición al mundo exterior. El consumo de carne constituía un lujo al alcance de muy pocos, como los tripulantes del Stratos, que podían cazar en la distancia y pescar sin problema, protegidos por un caparazón de titanio impenetrable y un motor de metralina infalible.

Instaurada en la comodidad de la vida a bordo del buque inteligente, Dora pretendía narrar una radio-novela y, satisfecha por su reciente autograduación en ingeniería mecánica, se dispuso a escribir el primer guión. ‘Carne con carne’, ese fue el título provisional que le había adjudicado a la emisión. Anotó el título, lo subrayó y, acto seguido, inició el primer capítulo, cuya rúbrica estampó al finalizar.

I. Un dromo para Melitta

Ofrecer objetos, palabras o sensaciones como presente es válido cuando acompañan a una actitud de homenaje.

DressMeet murió de repente. En unos días la pena dio paso a la tristeza. Entonces sus allegados organizaron una jornada de homenaje. Todas las personas que la conocían sentían una gran admiración por ella y querían recordarla tal y como era. La ahora difunta exhibía un carácter alegre, se entregaba con radiante felicidad a los demás y tenía la agradable manía de embarcar a cualquiera en aventuras y proyectos de lo más variopinto.

En honor a esta afición de la fallecida, su mejor amiga reunió a la infancia de la comunidad y les propuso un juego. El reto se iniciaba con la realización de un sorteo tras el cual todas y cada una de las personas participantes obtenían una papeleta con un nombre: disponían de un mes entero para preparar un regalo. Ese objeto o la realización en cuestión cumpliría dos funciones: era una ofrenda a su amada DressMeet, y lo entregarían a la persona destinataria que el azar les había adjudicado. De este modo, se cruzarían los regalos y nadie quedaría sin obsequio, al módico precio de tener que realizar un trabajo para otra persona. Y por fin, como indicación final se instauraba la magia del secreto, al menos mientras se llevaba a cabo la misión encomendada.

Soleran abrió su papeleta y allí lucía cual milagro el nombre de Melitta. ¡Qué sorpresa, qué dicha! Después de tanto tiempo viéndola pasar frente a su ventana y amándola sin remedio el destino le había brindado la ocasión de demostrárselo. Tardó un día entero en pensar el regalo ideal. Al principio quería desterrar la idea de ensuciar su amor con un objeto material, él sólo quería darle un beso, un beso nada más. O el sentimiento más hermoso, o un momento inolvidable, o una risa pura y eterna, o… Él mismo se encandiló con sus pensamientos y empezó a brotar música providencial en su cerebro, fruto del delirio. Una melodía, tal vez, compondría una melodía, o tal vez… “¡Exacto! -acarició la idea-: un dromo único, fabricaré un dromo para Melitta”.

En todas las celebraciones estaban presentes los dromos, instrumentos musicales sobredimensionados que podían ser tocados por varias personas a la vez: guitarródromos de doce o más cuerdas para una tetramanipulación, un contrabajo “rascacielos” que se podía extender a lo largo de una gran escalera, un percusionódromo esférico que se repartían seis manos desde el interior o el saxódromo, muy popular entre los amantes de las melodías más evocadoras. A Soleran siempre le fascinaron los dromos. Cuando asistía a las sesiones de música se perdía en esa mezcla bizarra entre técnica y pasión, ese equilibrio loco que acompasaba la compenetración y la libre disposición.

En ese entrecruzarse de lo extravagante y lo prodigioso era donde deseaba reunirse con Melitta, en un abrazo comedido y un beso musicado. Un flautódromo para dos en el que ambos girarían ligeramente la cabeza y sincronizarían el movimiento de sus dedos al ritmo de las coordenadas marcadas por la respiración ajena, pecho con pecho. Entrecruzados y enredados, acordes y afinados los dos. Un besódromo.

Una flauta especial para dos, que les acompañara para siempre. A sus ochos años de edad, el chico asumía, valiente y desairado, el reto de una vida en común. Imprudente y desconocedor de los avatares de la vida, pero firme en su propósito, buscó consejo y acabó en manos de Rauno, amante de las piedras de todo tipo, artesano en el trato que les dispensaba y erudito en su significado. El maestro no dudó ni un solo instante:

  • Muchacho, lo que necesitas es ónix amarillo, una piedra bellísima y muy resistente, lo cual te será útil porque quieres elaborar un producto alargado y fino, ¿verdad? -Soleran asintió, atento y entusiasmado-. Y luego, su propiedad mágica: este material te ayudará a mantener cerca a la persona que la posea.

  • ¡Sí, gracias, señor! -el niño estaba asombrado de haber encontrado todas las respuestas con tanta rapidez y se mostraba impaciente- ¿cuánto tardará en prepararla?

  • Unos cinco días, tal vez menos -afirmó Rauno mientras volvía la cabeza hacia la entrada del taller. Tres mujeres se presentaron decididas y con gesto amargo solicitaron a Soleran que se fuera de allí. El pequeño volvió a casa satisfecho de su gestión, pero aquella interrupción le dejó mal sabor de boca.

Ruano recibía, a menudo, el encargo de elaborar piezas de recuerdo para los seres queridos de los difuntos, y en esos casos también recogía los cuerpos y les daba sepultura. La tarea de enterrador estaba, para él y tantos otros, despojada de todo simbolismo y significación. Creía que soterrar los restos de DressMeet no tendría implicaciones, pero ahora se encontraba ahogado en la tristeza de haberla perdido y aturdido por las posibles consecuencias de sus acciones.

 Él siempre le decía que era “la cosa más dulce”, a lo que ella contestaba con una mirada seductora y una frase seca: “¿y tú qué sabes, acaso me has probado?”, lanzándole un guante que jamás se atrevía a recoger, por temor a contagiarse de su ajetreo. Turbado por la desgracia y confundido por la convicción de que DressMeet nunca volvería, Ruano había decidido tomar algunas partes del cuerpo de la chica y tratarlos como alimento común, que saboreó entre sollozos y llanto.

Afectado por el dolor, Rauno cometió el error de enterrar los restos con poca profundidad. El secreto de sus actos fue desvelado por las aves carroñeras, que quisieron aprovechar los órganos y extremidades que todavía quedaban y dejaron algunas piezas al aire libre, delatando los cortes precisos de Ruano. Interrogado por las dos mujeres se desmoronó y explicó toda la verdad. Las inquisidoras obtuvieron una pronta respuesta, lloricona pero creíble, así que fruncieron el entrecejo y se volvieron a explicar lo sucedido al resto de la gente, no sin antes hacer una inocente pero impertinente pregunta: ¿Y qué sabor tenía la carne?

 

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Symbiotics Edits & Iure. Consultoria jurídica / Ediciones singulares
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